Democratizando la culpa
Es notorio que los contrincantes del Sr. Luís Inácio da Silva, a la vez que se lían a bofetadas, hacen lo posible y lo imposible por dejar a salvo de cualquier arañazo de cierta importancia la imagen de su adversario mayor.
Es que entre los cuatro hay algo más que su común ascendencia ideológica: hay un compromiso al menos tácito de evitar cualquier iniciativa que pueda perjudicar, por encima de alguno de ellos en especial, a la hegemonía izquierdista a la que todos deben su presencia en el escenario político nacional.
Todos quieren vencer, pero cada uno sabe refrenar su animus loquendi en los momentos decisivos en que, a contracorriente de sus ambiciones personales, se alza un valor más alto.
Copiada de las elecciones de la antigua UNE, esta campaña presidencial nos está imponiendo, con marchamo de democracia, el modelo del centralismo leninista, en que todas las divergencias son permitidas mientras no sean “de derechas”.
Más que elegir un presidente, el 6 de octubre va a consagrar en este país una política orwelliana en que la exclusión de las divergencias esenciales, substituidas por el entrechoque de las pullitas internas del grupo dominante, será considerada como la más elevada expresión del pluralismo y de la libertad de opinión.
De ahí la necesidad de preservar, a toda costa, la reputación del candidato mayoritario. Él es más que un simple candidato: es el símbolo y encarnación del izquierdismo triunfante a cuya sombra hallan abrigo las candidaturas de sus adversarios, tolerados en el ring como meros sparrings para dar una apariencia de normalidad al proceso y destacar por contraste las virtudes del campeón.
Por eso mismo, eventuales ataques a la persona del elegido sólo pueden alcanzarle de refilón, jamás tocándole en puntos vitales. Si no fuese por eso, cualquiera de sus contrincantes podría derrotarlo con la mayor facilidad, pues nadie tiene un tejado de vidrio tan expuesto y tan frágil como él. El Sr. Inácio, en efecto, es, junto con Fidel Castro, el mayor propagandista y patrón de las Farc en el mundo, y las Farc, a través de Fernandinho Beira-Mar, son la principal fuente proveedora de cocaína del mercado nacional. Los documentos que prueban eso son notorios y abundantes: por un lado, sucesivos pactos de solidaridad firmados en el Foro de São Paulo entre el candidato y la narcoguerrilla, publicados en el diario oficial cubano “Granma” y al alcance de cualquier navegador de internet. Por otro, la contabilidad de los intercambios de armas por drogas entre Beira-Mar y las Farc, aprehendida por el ejército colombiano cuando detuvo al reyezuelo del narcotráfico nacional. Las menciones hechas por los medios nacionales de comunicación a esos documentos han sido, está claro, rápidas y discretas, pero ni aún así las pruebas se han convertido en inexistentes. E, incluso después de la divulgación de las mismas, el candidato ha seguido ejerciendo impunemente su papel de propagandista y maquillador de la narcoguerrilla colombiana, a la que presenta como entidad heroica y benemérita. Nadie, estando tan comprometido con la defensa de un esquema criminoso internacional, se aventuraría a presentarse como candidato a presidente de un país si no tuviese la garantía de que esa pequeña, esa desechable, esa insignificante manchita en su reputación impoluta estaría a salvo de inspecciones y denuncias por parte de sus adversarios. De hecho, ninguno de ellos toca en el asunto. Pero que no me vengan a decir que lo ignoran: nadie entra en una disputa electoral con tamaño desconocimiento del background del adversario. Ellos lo saben todo, es obvio. Si quisiesen, podrían hacer añicos las pretensiones del contrincante, simplemente mostrando ante las cámaras de TV las dos series de documentos: por un lado, los acuerdos firmados entre el candidato y los narcoguerrilleros; por otro, las minutas de las negociaciones criminosas con las que éstos últimos inundan de cocaína el mercado nacional. Podrían hacer eso, pero no lo hacen. Se omiten, se callan, por miedo o conveniencia, haciéndose así cómplices de una añagaza monstruosa.
Ésos al menos tienen, está claro, la excusa de la solidaridad ideológica, que, si no justifica, al menos explica. ¿Pero cuántos liberales y conservadores, sabiendo de todo, se callan también? ¿Y cuántos empresarios? ¿Y cuántos militares? ¿Y cuántos periodistas? ¿Y cuántos intelectuales? Por eso, cuando Brasil caiga definitivamente bajo el dominio de la narco-revolución continental, nadie podrá decir que el país ha sido víctima inocente de una minoría malvada. Si hay una cosa distribuida democráticamente en el Brasil de hoy, es la culpa.
Olavo de Carvalho
Jornal da Tarde, 26 de septiembre de 2002
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