El hombre de muchas narices

“José Dirceu, en los tiempos de la dictadura, estuvo cuatro años sin decir a su mujer cuál era su verdadera identidad. Y, si hizo eso con su propia mujer durante cuatro años, ¿quién me garantiza que no está haciendo lo mismo con el programa de gobierno del PT?”

Teniendo en cuenta que el personaje ahí mencionado es mentor del virtual presidente y virtual ministro de algo, esa pregunta esencial debería haber sido hecha por todos los periódicos, por todos los analistas políticos, por todos los contrincantes de Lula en las elecciones. El único que la ha hecho es Agamenon Mendes Pedreira, en su columna del domingo pasado. Volvemos por tanto al clásico ambiente palaciego de temor servil y silenciosa complicidad, en el que sólo el bufón de la corte tiene la osadía de enunciar en voz alta la verdad prohibida que todo el mundo conoce. Por favor, Agamenon, no te ofendas porque te llame bufón de la corte. En las obras de Shakespeare, ese personaje desempeña la función de hacer presente la sabiduría, la conciencia interior sofocada por una red de mentiras convencionales. Reprimido y negado por todos, lo obvio sólo puede reentrar en el mundo del lenguaje bajo la forma invertida del chiste y del nonsense.

Pero, decía Karl Kraus, en ciertas épocas no es posible escribir una sátira, pues constituyen ya la sátira de sí mismas: para satirizarlas, basta describirlas. La pregunta de Agamenon no es chiste, no es sátira. Es la fiel expresión del peligro al que nos expone la presencia en la política de un José Dirceu. Es la descripción exacta de una situación patética en la que un pueblo entero es inducido a confiar a ciegas en un hombre entrenado para mentir, fingir y embaucar. Ese entrenamiento forma parte del aprendizaje de todo agente secreto, que en los países totalitarios incluye además el adiestramiento en el arte de estrangular la propia conciencia moral y de enorgullecerse de ello. José Dirceu no sólo ha formado parte de los altos círculos de la inteligencia militar cubana, sino que de ese modo ha tenido acceso a documentos que ni los oficiales de las Fuerzas Armadas podían examinar. No es un cualquiera: es una “miembro de elite” del movimiento comunista internacional. Es — literalmente — un hombre de muchas caras, o, si se quiere, de muchas narices.

Y es el extremo colmo de la ingenuidad imaginar que eso son cosas del pasado. Como si no bastase el eslogan idiota de que “Lula ha madurado”, quieren obligarnos a tragar que José Dirceu también es otro, que ha cambiado, que su vida de agente cubano se ha desvanecido en un santiamén, con un mero cambio de pasaporte. En toda la historia de los servicios secretos comunistas, jamás ningún agente se ha desvinculado de los mismos excepto por la vía de la jubilación vigilada, de la deserción o de la muerte. José Dirceu pretende hacernos creer que un buen día dijo adiós al cargo y salió tan pancho por las calles, libre y sin compromiso como un office-boy que acaba de pedir el finiquito.

Creerse sin más una historia como ésa es abusar del derecho a la idiotez. Y hay que ser mucho más idiota aún para creérsela sabiendo que proviene de un hombre capaz de llevar una vida falsa, durante cuatro años, al lado de la mujer a quien decía amar. Pero, en el Brasil de hoy, la mera sugerencia de poner en duda esa extraña versión de los hechos es considerada como un abuso intolerable. José Dirceu, como los zares, detenta el derecho irrevocable de ser creído por su mera palabra, la inmunidad absoluta de preguntas que todo ciudadano, en una democracia, tiene el deber de hacer.

En ningún país civilizado jamás podrá hacer política un conocido agente secreto extranjero, a no ser que abjure de su antigua lealtad y pruebe la nueva. Para eso, tendrá que contar a las autoridades o revelar al pueblo todos los secretos a los que tuvo acceso durante su tiempo de servicio. Así han hecho Anatoliy Golitsyn, Stanislav Lunev, Ladislav Bittman y tantos otros ex-agentes comunistas, que se han convertido en buenos y leales ciudadanos de democracias occidentales.

José Dirceu, no. Dice que se ha desvinculado de la inteligencia militar cubana, pero conserva bien guardado su misterio de iniquidad. No es que sea por naturaleza un hombre discreto. Cuando descubre alguna pista, incluso falsa, que puede incriminar a un hombre de la “derecha”, monta un follón de mil demonios. Adora husmear cuentas bancarias, espiar a sus enemigos mediante delatores petistas infiltrados en empresas y departamentos, montar investigaciones y urdir denuncias. Mal consiguió disimular su indecente alegría cuando, entre los papeles de una empresa sospechosa de corrupción en la CPI de los Presupuestos, en 1993, topó con el nombre de “Roberto Campos”. Y ¿quién no vio su desilusión cuando descubrió que se trataba sólo de un homónimo del entonces articulista de O GLOBO? Si mantiene guardados los secretos de Cuba no es por amor a la discreción. Es por algún motivo que sólo conoce el servicio secreto cubano.

***

En 1917, inmediatamente después de tomar el poder, Lenin se dio cuenta de que sin los capitales extranjeros — entonces predominantemente alemanes — Rusia sería ingobernable. Entonces envió a Berlín un embajador, Abraham Yoffe, para calmar a los inversores. Yoffe logró convencer a los alemanes de que los bolcheviques no eran realmente bolcheviques: eran hombres pragmáticos, que iban a administrar Rusia como sensatos capitalistas. Con eso, Lenin se aseguró la paz económica sin la que no habría podido aplastar a las oposiciones e instalar el reino del terror. Pero en Brasil nadie conoce la historia nacional; ¿cuánto menos pues la de Rusia? Por eso, pasados 85 años, aquí un discurso igualito al de Yoffe todavía funciona — con la circunstancia agravante de que es adornado con el envilecedor llamamiento a los sentimientos pueriles de una platea capitalista mentalmente subdesarrollada, que se conmueve hasta el llanto con “Luliña paz y amor”.



Olavo de Carvalho

O Globo, 12 de octubre de 2002

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