Gansos que hablan
El trabajador inculto está demasiado apegado a sus costumbres como para dejarse influenciar por novedades. El hombre de espíritu superior tiene esa intelección directa y personal que prescinde de la aprobación grupal e incluso la desprecia. Queda, en medio, la multitud de los esclavos de la moda: estudiantes, periodistas, pequeños literatos, fabricantes de discursos partidarios – el “proletariado intelectual”, como lo llamaba Otto Maria Carpeaux. La mayor locura del mundo moderno ha sido haber hecho a esa categoría de personas, con el nombre de intelligentzia, guía y maestra de su destino. Esa gente, sumamente verbosa, hueca e imbuida del más elevado concepto de sí misma, ha retribuido la dádiva creando el fascismo, el nazismo y el socialismo, y matando en un siglo más gente que todas las tiranías antiguas juntas, sumadas a la acción de terremotos y epidemias.
Todas las civilizaciones depositaron su confianza en la guía luminosa de unos pocos sabios y en el conservadurismo obstinado de los hombres del pueblo. Sólo la nuestra la ha depositado en un ejército de charlatanes imbuidos del deber sacrosanto de destruir lo que no comprenden. Y luego se queja de que está siendo destruida.
S. Pablo Apóstol dijo que el demonio nos cercaría por la derecha y por la izquierda, por delante y por detrás. Significativamente, no dijo “por arriba” ni “por abajo”. Lo que nos eleva hasta Dios o afianza nuestros pies en el suelo está libre de la influencia demoníaca. Quedan, entre el cielo y la tierra, las cuatro direcciones horizontales, el “mundo intermedio”, el mezzo del cammin donde los demonios arrastran en su vorágine de locura las ambiciones de la inteligencia vana que se imagina que es creadora.
La democratización de la enseñanza, al abolir las barreras económicas, debería, para compensar, haber instituido barreras intelectuales, a fin de impedir que la bajada del nivel social trajese, de contrabando, una caída del nivel de conciencia. La nueva elite de “menos favorecidos” tal vez sería menos numerosa, pero habría superado en mérito y calidad a sus antecesoras. En realidad, lo que se ha hecho ha sido lo contrario: ya que la enseñanza es para todos, ¿por qué tendría que ser una enseñanza de elite? Para un cualquiera, basta cualquier cosa. La masa de los neo-letrados, lisonjeada hasta las nubes, corre a las escuelas, a las librerías, a los medios de comunicación, a los teatros y a los cines para recibir su ración diaria de basura, que supone ser superior a la educación de un noble del Renacimiento o de un clérigo del siglo XIII. Cualquier chico de colegio, incapaz de silabear, se cree un portador de las luces por haber nacido después de Platón. Cualquier cronista de provincia habla con desprecio de las “tinieblas del pasado”.
Entre el hombre que sabe y el que no sabe, decía Montaigne, hay mayor diferencia que entre un hombre y un ganso. Todo aquel que tiene un poco de conocimiento de lo que fue la educación en los siglos antiguos no puede dejar de sentirse deprimido hasta las lágrimas al contemplar hoy la multitud de gansos que hablan. ¡Y cómo hablan!
Pues lo más increíble es la facilidad, la desenvoltura con que cualquiera, consciente de no poseer personalmente determinados conocimientos, se atribuye los méritos de éstos por alguna especie de participación mística en el “espíritu de la época”, basándose en la mera creencia de que existen en algún lugar, en alguna biblioteca, en algún banco de datos. Sí, claro que existen, pero la información de que existen debería dar a cada ciudadano la medida da su ignorancia. En vez de eso, le infunde el sentimiento insano de su propia sabiduría.
Si no fuese por esa falsa certeza, cimentada en el argumentum ad ignorantiam que proclama inexistente lo que el ignorante desconoce, no existiría ningún “derecho alternativo”, ninguna “teología de la liberación”, ninguno de esos monumentos de arrogancia imbécil vueltos contra tesoros espirituales que, por el hecho de superar la comprensión del intelectualillo medio, pueden fácilmente ser negados, despreciados o usados como chivos expiatorios de los crímenes del propio intelectualillo medio.
Éste, hoy, se ha vuelto inaccesible y coriáceo. Cada clase que recebe, cada libro que lee, cada programa de televisión que el infeliz ve le confirma aún más en su certeza loca, porque exaltan la superioridad de “nuestro tiempo” sin recordar que esa superioridad afecta sólo a los datos materiales acumulados, los cuales no son transmisibles por ósmosis a quien no sepa descifrarlos personalmente. Claro: recordar eso pone en grave aprieto. La conciencia de los valores de las civilizaciones milenarias se ha transformado en el más inestimable de los bienes. Inestimable y casi inaccesible. Su precio es demasiado alto: la humillación del hijo del siglo. Los ricos pagan fortunas para no tener que pasar por eso. Los pobres, para evitarlo, derraman su sangre en revoluciones inútiles.
No constituye la menor de las ironías de la situación el hecho de que, sin dejar de percibirla por completo, la intelligentzia, en vez de reconocerla como obra suya, culpa de ella a algún factor económico-social externo, prometiendo algo mejor para la próxima sociedad, que va a ser sacada de la chistera de algún “derecho alternativo” o “teología de la liberación”. Y así el mal se perpetúa, reforzado por las promesas de extinguirlo.
Contra esas promesas, queda la pregunta: ¿qué ha quedado de ochenta años de producción escrita de la intelligentzia soviética? Nunca ha habido tantos sabios como en aquella república celestial donde los verduleros tenían títulos de Ph. D. y en la que, según la profecía de Trótski, cada mecánico de coches iba a ser un nuevo Leonardo Da Vinci. ¿Dónde han ido a parar esas toneladas de tratados, de tesis académicas, de ensayos magistrales? No ha quedado nada. Ni siquiera en China se lee ya esa formidable porquería. Ni en Cuba. Pero eso no es un problema: si la importación de tonterías soviéticas se ha acabado, la producción de las universidades occidentales se ha hecho autónoma. No habrá escasez de Negris y Chomskis en el mercado.
Olavo de Carvalho
O Globo, 22 de agosto de 2002
O Globo, 22 de agosto de 2002
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