Todavía la sinvergüenza.

Cuando se habla de los cien millones de víctimas del socialismo, esto se refiere a las personas asesinadas a propósito, por orden de gobernantes, en tiempos de paz. Son "enemigos de clase" liquidados por pelotones de fusilamiento, ahorcamientos, palizas, torturas y inaniaciones forzadas. Son víctimas de genocidio deliberado. Su número no incluye ni a los soldados muertos en combate, ni a las víctimas civiles de la guerra o crímenes comunes, ni a muchas menos tasas de mortalidad infantil o cálculos de disminución de la esperanza de vida promedio debido a la ineficacia económica del socialismo. Si incluyera, el total, en el caso más modesto, se duplicaría. Pero incluso sin eso, cien millones es suficiente para hacer del socialismo, desde el punto de vista cuantitativo simple, un flagelo más mortífero que dos guerras mundiales añadidas, además de todas las epidemias y terremotos de este y varios siglos.

Cuando, nada que tenga que oponerse a la brutal realidad de estos datos, el propagandista del socialismo quiere aliviar la mala impresión desviando los ojos del público a los "horrores del capitalismo", no encuentra nada igual. Ni Gulag ni tiroteos masivos, ni purgas, ni guardias rojos quitando a los profesores de sus sillas para matarlos hasta la muerte. ¿Qué artificio queda, entonces, sino apelar a la duplicidad de pesos y medidas para ajustar el resultado del cálculo al efecto publicitario premeditado? Luego atribuirá a las democracias occidentales la culpa de las guerras iniciadas por los gobiernos totalitarios, nivelará moralmente el genocidio premeditado con los efectos imprevistos de las políticas económicas, convertirá al Gobierno de Washington en el autor intencional de las muertes de hambrientos en países sujetos a regímenes estatistas y socializadores de Asia, Africa y América Latina, donde el capitalismo apenas entró, y en última instancia cargará la cuenta de los gobiernos capitalistas los trabajos de ladrones, violadores, asesinos en serie y delincuentes en general.

Al darse cuenta de que todo esto aún no es suficiente para completar el cifrado deseado y que toda la maniobra ya está empezando a sonar poco convincente, apelará al subterfugio final: negando el valor de los números, aboliendo, en un golpe de pluma, la diferencia entre el asesino de uno víctima y el asesino de millones, diferencia que minutos antes, cuando imaginó que podía usarlo contra el capitalismo, él mismo hizo hincapié en los gritos. Así que matar a los 300 asesinos de 200 policías y soldados en Brasil se habrá convertido en un crimen tan atroz como disparar a diecisiete.000 disidentes civiles desarmados en Cuba. Respaldar el ataque de las tropas armadas en una guerra civil será tan abominable como sacar docenas de inermes de sus hogares en la oscuridad de la noche para dispararles y arrojarlos a la fosa común.

Después de todos estos cortes, injertos y suturas, no hay realidad que resista. La imagen del capitalismo allí es, sí, al menos tan mala como la del socialismo. Tal vez incluso un poco peor.

Pero cualquier palabra más dulce que el canalla, que empleé para calificar este género de habla, se volvería indigna de la condición de escritor; indigno, estrictamente hablando, de la simple identidad funcional de un periodista. Porque si hay una obligación elemental del periodista, es dar a los fenómenos que describen la proporción justa que tienen en la realidad. Y no hay un solo tratado sobre el arte de la argumentación, desde Aristóteles y Quintiliano hasta Schopenhauer y Chaim Perelman, que no excluye del arte retórico, madre del periodismo, el uso de ese tipo de conveniencias maliciosos, relegándolos a la basura de la erística, el arte de engañar público, la retórica prostituido de las intrusiones y los canallas.

Llamarlos canallas no es, con mucho, la expresión de un sentimiento personal. Es la aplicación justa y exacta de un juicio consagrado entre los maestros del arte de la argumentación. Es el reconocimiento objetivo de la intromisión de un lenguaje fraudulento que, si no puede ser eliminado de las arengas de alborotadores y demagogos, debe ser prohibido, sin complacencia, de cualquier debate que se pretenda respetable intelectualmente.

Se trata de un requisito preliminar, incluso independiente, del fondo de las cuestiones en litigio.

Pero en el caso de autos, si hay algo comparable a la vileza de los procedimientos argumentativos utilizados para igualar lo incomparable, es la fealdad moral de la causa a la que sacrifica su honor intelectual a quienes se prestan a ella.

Las dimensiones del mal que pretenden ocultar son tan cololesas, así exceden las medidas de lo humanamente concebible, que la Iglesia, en frases papales pronunciadas ex cathedra, definió el fenómeno como intrínsecamente diabólico, condenando la excomunión un católico automático que, con palabras, actos u omisiones, colaboró con la empresa monstruosa.

Sin embargo, no faltan los que se escandalizan por esta sentencia papal más que antes de la inmensidad del crimen en sí que condena. ¿Dónde te has visto, dirás, así que odia a la gente? Feo, en el sentimiento de los que hablan, no está matando a cien millones de seres humanos. Feo es aliviar, por piedad, la culpa de los criminales, atribuyendo la autoría de sus actos al diablo. Feo no es Pol-Pot, no es Stalin, no Mao, no Fidel. Feo es el Papa que, al verlos conducidos por el diablo como muñecas, lanza su culpa a las tentadoras y ruega a Dios que los perdone porque no saben lo que hacen.

Así es como, en la imaginación de aquellos que se dicen bien intencionados, el crimen se convierte en mérito y perdón en el crimen.

Admito que la visión del mal, en las proporciones con las que surge en el fenómeno socialista, es en sí misma estupededora, lo suficiente como para que el alma vacilante que está ante ella apenas resista la tentación de negar la realidad, como los ojos del poeta, ante el "bledo derramado " de su amigo Ignacio Sánchez, gritaron desesperadamente: "¡No! Yo no quiero verla!

Admito que la debilidad humana, para defenderse instintivamente de la atracción hipnótica del mal, prefiere negarlo.

Pero la ignorancia voluntaria ya es la victoria del mal.

PS – Pido encarecidamente a mis antagonistas que cuando me acusan de las fuentes de la información que he tenido, no lo hagan en ese tono arrogante de aquellos que pretenden estar seguros de no obtener una respuesta. a) Los datos sobre la manipulación comunista de la conciencia infantil esumed por el Profesor de la UnB Nelson Lehmann da Silva, que puede ser consultado por nelson@essencial.com.br correo electrónico. b) La evidencia de que la acción conjunta de los militares fue resultado de la intervención cubana en la guerrilla, y no la de eso, está en "Cuba Support for Armed Struggle in Brazil", de Denise Rollemberg (Río, Mauad, 2001).

PS 2 – Otro libro importante sobre la situación catastrófica de Rio Grande do Sul, ignorado en el resto del país, acaba de salir en Porto Alegre: "Crónicas sobre o totalitarismo", por Percival Puggina (Fundación Tarso Dutra, f. 051 2214419).

PS 3 – Agradezco a mi colega Leandro Konder su amabilidad por reconocerme en público como un hombre tolerante capaz de dialogar. Por mi parte, nunca te he negado cualidades similares.

Olavo de Carvalho

O Globo, 7 de abril de 2001

OLAVO DE CARVALHO es un escritor, filósofo y periodista brasileño. Nacido en Campinas, Estado de Sao Paulo, el 29 de abril de 1947, ha sido aclamado por la crítica como uno de los pensadores brasileños más originales y audaces. Hombres de orientaciones intelectuales tan diferentes como Jorge Amado, Arnaldo Jabor, Roberto Campos, Ciro Gomes, Bruno Tolentino y el expresidente de la República José Sarney ya han expresado su admiración por su persona y su trabajo. Es uno de los principales representantes del conservadurismo brasileño.

Roxane Carvalho

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