La revolución globalista

Para cualquiera que desee orientarse en la política de hoy, o simplemente entienda algo de la historia de siglos pasados, nada es más urgente que obtener cierta claridad sobre el concepto de "revolución". Tanto entre la opinión pública como en el ámbito de los estudios académicos existe la mayor confusión al respecto, por el simple hecho de que la idea general de la revolución se forma casi siempre sobre la base de analogías fortuitas y empirismo ciego, en lugar de buscar los factores estructural y permanente que definen el movimiento revolucionario como una realidad continua y abrumadora durante al menos tres siglos.

Sólo para dar un ejemplo ilustre, la historiadora Crane Brinton, en su clásico La anatomía de la revolución, busca extraer un concepto general de revolución de la comparación entre cuatro grandes hechos históricos nominalmente considerados como revolucionarios: revoluciones Inglés, americano, francés y ruso. Lo que es común entre estos cuatro procesos es que fueron momentos de gran fermentación ideológica, lo que dio lugar a cambios sustantivos en el régimen político. ¿Sería suficiente para clasificarlos uniformemente como "revoluciones"? Sólo en el sentido popular e impresionista de la palabra. Aunque no puedo, en las dimensiones de este escrito, justificar todas las precauciones conceptuales y metodológicas que me llevaron a esta conclusión, lo que tengo que señalar es que las diferencias estructurales entre los dos primeros y los dos últimos fenómenos estudiados por Brinton son tan profundos que, a pesar de sus apariencias igualmente espectaculares y sangrientas, no vale la pena clasificarlos bajo la misma etiqueta.

Sólo se puede hablar legítimamente de "revolución" cuando una propuesta de mutación integral de la sociedad va acompañada de la exigencia de la concentración de poder en manos de un grupo gobernante como medio para llevar a cabo esta mutación. En este sentido, nunca ha habido revoluciones en el mundo anglosajón, excepto el de Cromwell, que fracasó, y la Reforma Anglicana, un caso muy particular que no se puede comentar aquí. En Inglaterra, tanto la revuelta de los nobles contra el rey en 1215 como la Revolución Gloriosa de 1688 buscaron más bien la limitación del poder central que su concentración. Lo mismo sucedió en Estados Unidos en 1786. Y en ninguno de estos tres casos el grupo revolucionario trató de cambiar la estructura de la sociedad o costumbres establecidas, antes de obligar al gobierno a ajustarse a las tradiciones populares y el derecho consuetudinario. Que puede haber común entre estos procesos, más restauradores y correctivos que revolucionarios, y los casos de Francia y Rusia, donde un grupo de iluminados, imbuido con el diseño de una sociedad totalmente inaudita en oposición radical a la anterior, toma la poder firmemente resuelto a transformar no sólo el sistema de gobierno, sino la moral y la cultura, los usos y costumbres, la mentalidad de la población e incluso la naturaleza humana en general?

No, no ha habido revoluciones en el mundo anglosajón y esto sería suficiente para explicar la preponderancia mundial de Inglaterra y Estados Unidos en los últimos siglos. Si, además de los factores estructurales que los definen –el proyecto de cambio radical de la sociedad y la concentración del poder como medio para realizarlo– hay uno común entre todas las revoluciones, es que debilitan y destruyen las naciones donde ocurren, sin dejar nada más que un rastro de sangre y la nostalgia psicótica por ambiciones imposibles. Francia, antes de 1789, era el país más rico y la potencia dominante en Europa. La revolución da inicio a su largo declive, que hoy, con la invasión islámica, alcanza dimensiones patéticas. Rusia, después de un temor al crecimiento imperial artificialmente hecho posible por la ayuda estadounidense, se ha desmantelado en una tierra de nadie dominada por bandidos y la corrupción imparable de la sociedad. China, después de cumplir el hambre hambriento prodigio de treinta millones de personas en una sola década, sólo se salvó al negar los principios revolucionarios que guiaron su economía y disfrutar, probablemente, de las delicias abominables del libre mercado. Desde Cuba, Angola, Vietnam y Corea del Norte, no digo nada: son teatros de Gran Guignol, donde la violencia crónica del Estado no es suficiente para ocultar la miseria indescriptible.

Todos los conceptos erróneos en torno a la idea de la "revolución" provienen del prestigio asociado a esta palabra como sinónimo de renovación y progreso, pero este prestigio proviene precisamente del éxito alcanzado por las "revoluciones" inglesas y americanas que, en sentido estricto y técnicos con los que uso esa palabra, no fueron revoluciones de ninguna manera. Esta misma ilusión semántica impide que el observador ingenuo –e incluyo en esta gran parte de la clase académica especializada– vea la revolución donde tiene lugar bajo el camuflaje de transmutaciones lentas y aparentemente pacíficas, como la implementación de la gobierno mundial que se está desarrollando hoy ante los ojos ciegos de las masas asombradas.

El criterio distintivo suficiente para eliminar todas las vacilaciones y conceptos erróneos es siempre el mismo: con o sin transmutaciones repentinas y espectaculares, con o sin violencia insurreccional o gubernamental, con o sin discursos histéricos de acusación y asesinato general de adversarios, una revolución está presente cada vez que un proyecto de profunda transformación de la sociedad, si no de toda la humanidad, a través de la concentración del poder está en aumento o en marcha.

Es porque no entienden esto que a menudo las corrientes liberales y conservadoras, oponiéndose a los aspectos más vistosos y repugnantes de algún proceso revolucionario, terminan promoviéndolo inconscientemente bajo algún otro aspecto de sus aspectos, cuyos aspectos, cuyos la peligrosidad se escapa de ellos en el momento. En Brasil hoy en día, la concentración exclusiva en los males del petiismo, el MST y similares puede llevar a los liberales y conservadores a cortejar ciertos "movimientos sociales", con la ilusión de poder explotarlos electoralmente. Lo que escapa de la vista de estos incondicionales falsos inteligentes es que tales movimientos, al menos a largo plazo, juegan un papel aún más decisivo en la implementación del nuevo orden mundial socialista que el de la izquierda nominalmente radical.

Otra ilusión peligrosa es creer que el advenimiento de la administración planetaria es una fatalidad histórica inevitable. La facilidad con la que el pequeño Hondureño rompió las piernas del gigante globalista muestra que, al menos por ahora, el poder de este monstruo es sólo un farol publicitario monumental. Está en la naturaleza de cada farol extraer su sustancia vital de la creencia ficticia que logra inocular en sus víctimas. A menudo veo a liberales y conservadores repitiendo los eslóganes más estúpidos del globalismo, como que ciertos problemas –narcotráfico, pedofilia, etc.- no pueden abordarse a escala local, sino que requieren la intervención de un autoridad mundial. La contradicción de esta afirmación es tan evidente que sólo un estado general de sonidos hipnóticos puede explicar que goza de cierta credibilidad. Aristóteles, Descartes y Leibniz enseñaron que cuando tienes un gran problema, la mejor manera de resolverlo es subdividirlo en unidades más pequeñas. La retórica globalista no puede hacer nada en contra de esta regla del método. Escalar la escala de un problema nunca puede ser una buena manera de abordarlo. La experiencia de ciertas ciudades estadounidenses, que prácticamente han eliminado la delincuencia de sus territorios utilizando sólo sus recursos locales, es la mejor prueba de que, en lugar de expandirse, es necesario reducir, subdividir el poder y enfrentar el mal en el de contacto directo y local en lugar de emborracharse por la grandeza de las ambiciones globales.

Ese globalismo es un proceso revolucionario, no hay manera de negarlo. Y es el proceso más vasto y ambicioso de todos. Abarca la mutación radical no sólo de las estructuras del poder, sino de la sociedad, de la educación, de la moral, e incluso de las reacciones más íntimas del alma humana. Es un proyecto civilizatoso completo y su demanda de poder es la más alta y voraz que jamás haya visto. Tantos son los aspectos que lo componen, tal la multiplicidad de movimientos que abarca, que su propia unidad escapa al horizonte de visión de muchos liberales y conservadores, llevándolos a tomar decisiones torpes y suicidas en el mismo momento en que se esfuerzan para detener el avance de la "izquierda". La idea del libre comercio, por ejemplo, que es tan querida por el conservadurismo tradicional (e incluso yo mismo), se ha utilizado como instrumento para destruir las soberanías nacionales y construir sobre sus ruinas un omnipotente Leviatán universal. Un principio correcto siempre se puede utilizar de manera incorrecta. Si nos aferramos a la letra del principio, sin notar las ambiguedades estratégicas y geopolíticas que implica su aplicación, contribuimos a la idea creada para convertirnos en un instrumento de libertad para convertirse en una herramienta para la construcción de la tiranía.

Olavo de Carvalho

Digesto Econômico, septiembre/octubre de 2009

OLAVO DE CARVALHO es un escritor, filósofo y periodista brasileño. Nacido en Campinas, Estado de Sao Paulo, el 29 de abril de 1947, ha sido aclamado por la crítica como uno de los pensadores brasileños más originales y audaces. Hombres de orientaciones intelectuales tan diferentes como Jorge Amado, Arnaldo Jabor, Roberto Campos, Ciro Gomes, Bruno Tolentino y el expresidente de la República José Sarney ya han expresado su admiración por su persona y su trabajo. Es uno de los principales representantes del conservadurismo brasileño.

Roxane Carvalho

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